En Impacto Panamá Noticias hemos sostenido, con claridad, que la corrupción no se mide solo en contratos amañados o millones desviados. También se palpa en los símbolos, en la ostentación descarada, en la forma en que algunos funcionarios logran en cinco años lo que a otros no les alcanza en una vida. El caso de Nadia del Río, exfigura clave del gobierno de Laurentino “Nito” Cortizo, es la viva prueba de ello.
De ser una mujer de clase media baja, con un perfil discreto, pasó en un abrir y cerrar de ojos a mostrar un estilo de vida de carteras de tres mil dólares, zapatos de mil quinientos y trajes de diseñador, acompañados de viajes internacionales y cirugías estéticas. El ascenso meteórico no vino de la mano de un emprendimiento exitoso ni de una herencia familiar: coincidió con su llegada al corazón mismo del poder, donde su influencia se extendió como sombra sobre contratos, nombramientos y favores políticos.
Hoy enfrenta una querella y una denuncia ciudadana por posible enriquecimiento injustificado y corrupción. Sin embargo, la opinión pública sigue preguntándose: ¿cómo se construyó en tan poco tiempo ese imperio de lujos? ¿Quién financió el salto social y económico de una mujer que hasta 2019 no figuraba en las páginas de sociedad ni en las alfombras rojas de la política?
La historia se vuelve aún más turbia al mirar hacia su pareja actual, un empresario ligado a una familia marcada por sus nexos con la dictadura de Noriega, con conexiones empresariales que cruzan fronteras hacia Colombia y Galicia (España). Allí se abre otra grieta en este relato: ¿fue solo la cercanía con el poder político lo que le permitió esta transformación, o existe una red económica y empresarial transnacional que la sostiene en silencio?
Las respuestas aún no están claras. Lo que sí es evidente es que la narrativa de Del Río no convence a una ciudadanía harta de ver cómo los nuevos ricos de la política se pasean con relojes de lujo mientras el país entero sufre hospitales desabastecidos y escuelas cayéndose a pedazos. Ella insiste en que nada de lo que se dice es cierto, que sus ingresos fueron modestos y que parte de sus dietas en juntas directivas las destinó a obras sociales. Pero la aritmética de su vida no cuadra, y el contraste entre lo declarado y lo ostentado grita a voces.
El caso de Nadia del Río no es un simple rumor: es el espejo de un sistema donde la cercanía al poder se traduce en privilegios, negocios y fortunas inexplicables. Un sistema que, de no investigarse con rigor, seguirá pariendo nuevas “super poderosas” que se esconden detrás de sonrisas y discursos, pero que en la práctica se alimentan del Estado como si fuera una caja chica personal.
Este editorial no busca condenar sin pruebas, pero sí recordar lo obvio: la Fiscalía tiene la obligación de investigar hasta el último dólar, hasta el último contrato y hasta la última sociedad registrada a su nombre o al de sus allegados. Panamá merece saber si la riqueza de Del Río fue producto de un talento extraordinario para los negocios… o del abuso descarado del poder político.
Mientras tanto, las preguntas siguen flotando:
¿De dónde salió el dinero para los lujos?
¿Qué papel juegan los vínculos de su pareja y sus redes empresariales en el extranjero?
¿Qué otras verdades permanecen ocultas en esta historia de cinco años que la transformaron de ciudadana común en símbolo del poder desmedido?